¡¡Fuera desperdicios!!
Entró como una exhalación (como alma que lleva el diablo, diría su abuela) en el hall de aquel edificio tan espectacular como megamodernista, todo aceros relucientes y resplandecientes cristales. Llegaba con retraso a la cita y mira que se había puesto dos despertadores y la alarma del móvil para ser puntual o incluso llegar un poco antes. Era, estaba segura, su última oportunidad, y, precisamente por eso y por alimentar con desenfreno esa paranoia y esa quemazón, no se pudo quedar dormida hasta poco antes del amanecer, justo cuando empezaba a plantearse desertar de la cama.
Había llamado a mil teléfonos y toctocqueado en mil puertas, había andado muchos caminos pero le iban cerrando todas las veredas. Rozaba la desesperación y se la retroalimentaba sesenta veces por minuto desde hacía más de medio millón de minutos, una vez y otra y otra más… Hoy sin embargo podía ser su día: había sido citada a una entrevista y tanto la cita como la entrevista tenían muy buena pinta y le provocaban un muy buen pálpito. “Me lo merezco, tanta espera y desespera tenían que dar sus frutos y aquí están. ¡Me lo merezco!”.
Entró como un cohete, pese a los taconazos que calzaba, en aquella amplia y deslumbrante recepción. Era de tal calibre la obsesión y la fijación que tenía que no reparó, de qué iba a hacerlo, en que hacía bien poco que había sido abrillantado por millonésima vez el brillantísimo suelo de cerámica del imponente hall. Ni cuenta se dio, de qué iba a hacerlo, hasta la milésima de segundo previa al resbalón monumental que se pegó y que la dejó toda desmadejadita por los suelos, casi casi desmembrada. Y no sólo es que se desparramase por completo ella, es que además se le desparramaron la infinidad de cosas que llevaba en su maletón, que ella llamaba bolso, quedando esparcidas por todo lo largo y ancho de aquella inmensa estancia. Fue como si la interminable ristra de utensilios, aparejos y adminículos que vivían en aquel baúl, que ella llamaba bolso, se hubieran arrojado por la borda sin reparo alguno al compás del naufragio que acababa de producirse. Todo, absolutamente todo, quedó desperdigado por aquella extensa y refulgente estancia: desde las pinturas a las hojas de la agenda, desde los kleenex a las letras del libro que le tenía enganchada, desde los bytes (todos) del portátil a las piezas (todas) de su teléfono móvil.
Azorada y descompuesta, comenzó a recogerlo todo a toda prisa hasta que llegó a aquel macetero del rincón detrás del cual se estampó el móvil en lo que cualquiera podría interpretar casi casi como un intento de suicidio. Pieza a pieza inició la operación rescate y, cuando creía haber terminado, observó que algo quedaba debajo del monumental y estrafalario tiesto: decenas, cientos de números de teléfono cada uno con su etiquetita.
Se dispuso a recolectarlos con salvadora intención, pero no había iniciado aún la salvación cuando un fogonazo iluminó su extenuada y decaída memoria y recordó que todos esos números, antaño tan usados, tan bidireccionalmente utilizados, eran los mismos mil teléfonos a los que tanto y tantísimo había llamado en los últimos 500.000 minutos sin la más mínima brizna de éxito. Un millar, casi, de números de teléfono para los cuales ella no es que ya no existiera sino que ya no servía. Centenares de contactos que hasta hace medio millón de minutos eran y estaban, pero que ahora no es que ya no estuvieran ni se les esperara, sino que la ignoraban sin disimulo y hasta con indisimulado desdén, cuando no desprecio, evidenciando aquello del que se sale ya no vale. Casi mil teléfonos tras los que había casi mil personas que no es que ahora no la conocieran o que comunicaran insistentemente, sino que ya no le servían porque ella ya no les servía. Ni siquiera para una escueta conversación de mera cortesía, de mero trámite. Sin el menor disimulo. Con descarado desaire. Como si se hubiera no muerto sino convertido en invisible y por ello en inservible.
Mientras todo eso lo masticaba con infinita tristeza e inmenso dolor, amontonó dígitos y nombres, los aprisionó en su mano, y los arrojó con tanta rabia como rencor al grito de: “¡¡fuera desperdicios!!”.
A cuidarse!!